Dos deciden, pero solo uno paga la cuenta

Soy hombre de muchas palabras, lo sé, y es algo que se me da desde chico.

La palabra es un instrumento, ya lo sabemos, porque es capaz de convencer multitudes para creer en alguien o en algo, la palabra nos mueve, nos atemoriza, nos tranquiliza, nos aterroriza.

Y así, uno podría estarse horas en la búsqueda de silogismos acerca de la palabra, pero a mí me da lata hacerlo, porque ya es suficiente con ir dejando una huella imborrable con la palabra, plasmarla, y dejarla en un lugar fijo por siempre.

Las palabras podrían ser como las huellas en la playa, en un principio definidas y claras, pero luego, difuminadas por el ir y venir de las olas que finalmente se las terminan llevando a dónde quién sabe dónde.

Así somos los seres humanos, decimos cosas, elaboramos frases, contextualizamos, para luego negar todo lo anterior, y luego volver a escribir la vida, la historia, los pensamientos.

Sin embargo, la emoción o las emociones no resisten a las palabras, las aborrecen, porque las enmarcan y definen, y las emociones son eso, emociones, algo que nos viene de muy adentro, que no resiste límites, que son indescifrables, escuetas, generosas, lacrimógenas, anaeróbicas.

Cuando uno se enamora, la emoción prima por sobre todo, lo llena y completa, hace que el día sera largo y la noche corta, te hace suspirar, una y mil veces, te desorienta, te desconcierta, sí, te desconcierta porque no sabes cómo reaccionar, qué decir, qué hacer, que pensar, hasta dónde llegar, cómo llegar, cómo hablar, cómo respirar, cómo besar, cómo hablar, cómo comer, cómo hacer el amor, tocarse, conocerse, escucharse, verse, silenciarse, reírse, llorar, amar, desnudarse, dejarse tocar, dejarse sentir, abandonarse.

Pero, para que te enamores de verdad, es imprescindible que hayan 2.

Obvio, porque el que se enamora de uno mismo es un narciso.

Pero al final de cualquiera que sea el camino que comenzaste de a dos, sólo uno será quien deba pagar la cuenta.

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